El Séptimo Arte

 

      Es evidente que a los inventores del cine, a los hermanos Lumière, les traía sin cuidado que su invento fuera o no fuera un arte. Tampoco le importaba nada en absoluto ni a Griffith, ni a Dreyer, ni a Keaton, ni a Hitchcock, ni a ninguno de los grandes directores de la etapa del mudo. Lo que querían era ganar dinero lo más dignamente posible. Pero una vez ganado el dinero, era inevitable proceder al ennoblecimiento de la mercancía. Exactamente el mismo proceso transformó los talleres artesanales del gótico en estudios para artistas filósofos a partir del Renacimiento.

      La mercancía cinematográfica, ennoblecida y con blasón de arte severa, decayó de inmediato, como decaen los díscolos retoños de la tercera generación especializados en dilapidar las grandes fortunas amasadas por abuelos corsarios y padres ennoblecidos. Así, de la extraordinaria belleza no artística de Murnau se descendió en menos de cincuenta años a la vulgaridad masiva actual (pasando por eslabones de la tercera generación decididamente hermafroditas como Eisenstein o Lang) la cual, en el sentir general, es sin embargo enteramente artística.

      No todo el mundo opina igual. Por ejemplo Jean-Luc Godard, el hombre que más ha hecho por el cine en la etapa de su destrucción, nunca consideró que el cine fuera un arte, sino más bien un «arte primitivo» o una «etapa infantil del arte», como máxima concesión al lenguaje del periodismo.

      «Con lo cual pretendo afirmar que el cine nunca ha sido un arte, y menos todavía una técnica […] Ni una técnica, ni un arte. Un arte sin futuro, como de inmediato advirtieron los hermanos (Lumière) alegremente. Cien años después comprobamos cuánta razón llevaban. Y si la televisión ha realizado el sueño de Léon Gaumont, a saber, introducir los mayores espectáculos del mundo en los más míseros dormitorios, sólo lo ha conseguido reduciendo el gigantesco cielo de los pastores a la escala de Pulgarcito.»

      Casi ningún auténtico director de cine ha considerado que su trabajo debiera archivarse junto a otros productos de las artes en general; hay algo perverso en la idea de un museo del cine, como si propusiéramos un museo de la tertulia. Cuando le decían a Huston o a Ford, a Renoir o a Rossellini, a Ray (Satyajit) o a Ray (Nicholas) que estaban produciendo «obras de arte», se morían de la risa. Sólo algunos farsantes como Fellini o Ken Russell han podido jamás creerse «artistas». Que la pintura pertenezca al arte es una pesada herencia, pero nada se puede contra ella. Querer introducir al cine en la familia de las artes, cuando tiene la fortuna de haberse librado de ellas, es una cursilería. Sobre todo si nos referimos al cine masivo, el cual Guy Debord dice que es

      «Una insensata imitación de la vida insensata, una ingeniosa representación que no dice nada, capaz de disimular hábilmente el aburrimiento durante una hora mediante la exposición de ese mismo aburrimiento; una imitación cobarde, un sucedáneo del presente y un falso testigo del futuro.»

      Otro de los hombres que ha rodado maravillosas películas en la época de la destrucción del cine, François Truffaut, explica con precisión lo que es el cine en su primera carta a Hitchcock, la del 2 de junio de 1962:

      «Estimado señor Hitchcock: comenzaré recordándole quién soy yo. Hace unos años trabajaba como periodista cinematográfico y acudí con mi amigo Claude Chabrol a entrevistarle a usted a finales de 1954, en el estudio Saint-Maurice, donde usted terminaba de sincronizar To Catch A Thief. Nos rogó que le esperáramos en el bar del estudio, y entonces, transidos de emoción tras haber visto quince veces seguidas un boucle en el que se ve a Brigitte Auber y Cary Grant en una canoa, nos caímos, Chabrol y yo, en la gélida piscina del estudio. Muy amablemente usted aceptó retrasar la entrevista, de modo que pudimos mantenerla en su hotel aquella misma noche.»

      Eso es el cine: poder ver quince veces seguidas un fragmento fílmico de apenas treinta segundos con la misma emoción con la que el aficionado contempla decenas de veces un Beckmann o escucha medio centenar de versiones del Sacre, o lee por cuarta vez Demonios. Si luego uno puede caerse en una piscina, tanto mejor. Ahora bien, ¿por qué suelen asociarse estas obsesiones con la palabra «arte»? ¿No es también la misma obsesión del explorador que quiere encontrarle al Nilo una fuente, o la del deportista que repite terca y agotadoramente un revés o un saque con el único fin de jugar al tenis lo mejor posible? Pero no suele hablarse del arte de la exploración, aunque cada vez se habla más del arte del tenis.

      Desde el punto de vista psicológico, la pasión hace de todas las prácticas humanas un arte. Y el ánimo de perfeccionamiento es el más antiguo y digno de los sentidos que podemos atribuir a la palabra arte: el arte del carterista consiste en robar carteras con mucho arte. De ahí que Bresson eligiera a un carterista para encarnar a Raskólnikov, en aquella suprema versión de Crimen y Castigo que se llamaba, en francés, Pickpockett. Pero de eso a ampliar el catálogo de las artes cuando el catálogo se está vaciando, e introducir el cine para sustituir la danza o cualquier otra práctica artística agonizante, para que de ese modo subsista un número de artes constante, va un abismo.

      Muy al contrario: mantengamos fuera de las artes a las prácticas modernas de la fotografía, las historietas, el cine, el vídeo, etc., de tal manera que si algún día acaba por admitirse que ya no hay ni arquitectura, ni escultura, ni pintura, ni música, ni poesía, podamos gritar a los cuatro vientos que nos hemos librado de la fortaleza de las artes construida por los filósofos alemanes. Y añadamos que cualquier cosa bien hecha, sea la pura acción de peinarse o la producción de una ciudad satélite, da mucho gusto y es cosa de artistas. Hacerlas y verlas.

 

-Félix de Azúa: Diccionario De Las Artes-

~ por Alejandro Delgado en abril 25, 2008.

Deja un comentario